Uno a la altura de este desgaste de vista y oído, de tanta música y tantas Sevilla, de tantas tabernas con vino amigo, no ha conocido a nadie como este manzanillero trasplantado, aún con raíces blandas, a un bar de la Puerta Real. Una de las anécdotas sevillanas más antiguas que contaba Pepe Peregil le ocurrió con un ciego de aquel barrio que solía tomar café en esa su primera trinchera tabernaria. El día de su estreno llegó el ciego y nuestro amigo le dio los buenos días... y el ciego, extrañado, soltó: ¿“Niños, habéis subido la tarima...?
Pepe Peregil era grandote; imaginaba su físico en el de un bodeguero patriota de la Sevilla invadida por Pepe Botella (Botella, precisamente), sólo había que pintarle patillas de hacha. Mucha altura de alegría, la alegría más generosa que he conocido; altura y voz aún por encima. Durante largos años visité su taberna en compañía de un amigo común, cantaor también, un caballero del barrio de San Luis llamado Antonio Valverde al que despedimos hace seis meses. Los escuché a los dos, mano a mano, por fandangos; disfruté con las ocurrencias de ambos en esa hora divina de la siesta de pie; cuando ya no quedaba nadie y disponíamos de Pepe en exclusiva, porque no era fácil centrarlo; un cantecito serio y la penúltima...
Solía yo repetirle a Valverde, compañero de trabajo en una oficina cercana, y en el único tono en que se podía hablar en la manzanillera casa: “¡Qué infeliz! ¡Qué vida más triste lleva Pepe...!”. Peregil saludaba alborozado al amigo-parroquiano cuando éste aún no había llegado a la puerta de su “Quitapesares”; y antes de que diera las buenas tardes ya le estaba dedicando un cante que podía ser el mismo que sonaba en su aparato de música, pero con su voz siempre por encima. Irradiaba felicidad como si fuera delegado general de este raro producto; se multiplicaba para atender a todo el mundo, pero a su manera, sin prisas ni pedidos extraños; el abecé de las tapas de las que se sirven presto, sus caracoles artesanos en su tiempo, cerveza, manzanilla y vino de naranja para los raros. Y avellanas que soltaba sobre el mostrador como quien echa comida a las gallinas.
Valverde y yo, algunos Lunes Santo, le escribíamos a vuela pluma un par de saetas que cantaba en la misma esquina de su plaza, Padre Jerónimo de Córdoba, a los pasos de la hermandad del Rocío. No había problema, porque la gente no suele reparar en lo que cuenta el saetero, sólo en sus quejíos. Jugábamos a esto, le pergeñábamos cosillas que cantaba sobre la marcha y luego guardaba el papelito. Triana estaba siempre en medio de nuestras conversaciones, de nuestras bromas y de nuestro pique... “¡Estos trianeros...!”.
Un día me avisó de que había sido abuelo, y en su tono me dice que a ver si se me ocurre algo para su nietecita, como si yo fuera Pareja Obregón... “¿Cómo se llama, Pepe?”, le pregunté. “Macarena, se llama Macarena...”. “¿Macarena? Hombre, Pepe, ¿y a mi me vas a pedir eso...?, le respondí mientras tronaba su risa. Teníamos tiempo, y antes de irme le dejé uno de esos papelitos que, tras leerlos, no sé si luego recuperaba de entre las botellas donde los dejaba, alargando el brazo, sin mirar siquiera para atrás.
Con él recorrí su plaza para un programa “de las calles”, y gracias a él grabamos el que dicen ha sido el mejor programa de Navidad de una cadena local; hasta metimos el piano de Pedro Ricardo Miño en su taberna... Y ahora, cuando preparaba su enésima obra benéfica: un disco que iba a donar a la hermandad del Valle de Manzanilla; cuando ya manejaba las letras escritas por sus amigos a los que un día del último noviembre invitó a una comida en su pueblo, se nos va...
Nunca teníamos prisa a su lado. Una de aquellas tardes inolvidables, jugando con el bolígrafo y una servilleta, me dio -mirándolo y escuchándolo- por hacerle un “retrato” entreteniendo el tiempo mientras él atendía al personal. Lo leyó después con su rotundo vozarrón... “Por cuerpo tiene una torre/ y de campana la voz,/ no tiene en el mundo doble,/ porque Dios rompió el molde/ cuando le dio el corazón”. Esta vez guardó el papel en un bolsillo.
Gracias, Pepe, por tantas horas de felicidad, de esa felicidad plena de las tabernas cuando se está a gusto, y échate un cante con Valverde. Yo brindo por vosotros con una copita de ese vino que decías que era para “mariquita”.
Pepe Peregil era grandote; imaginaba su físico en el de un bodeguero patriota de la Sevilla invadida por Pepe Botella (Botella, precisamente), sólo había que pintarle patillas de hacha. Mucha altura de alegría, la alegría más generosa que he conocido; altura y voz aún por encima. Durante largos años visité su taberna en compañía de un amigo común, cantaor también, un caballero del barrio de San Luis llamado Antonio Valverde al que despedimos hace seis meses. Los escuché a los dos, mano a mano, por fandangos; disfruté con las ocurrencias de ambos en esa hora divina de la siesta de pie; cuando ya no quedaba nadie y disponíamos de Pepe en exclusiva, porque no era fácil centrarlo; un cantecito serio y la penúltima...
Solía yo repetirle a Valverde, compañero de trabajo en una oficina cercana, y en el único tono en que se podía hablar en la manzanillera casa: “¡Qué infeliz! ¡Qué vida más triste lleva Pepe...!”. Peregil saludaba alborozado al amigo-parroquiano cuando éste aún no había llegado a la puerta de su “Quitapesares”; y antes de que diera las buenas tardes ya le estaba dedicando un cante que podía ser el mismo que sonaba en su aparato de música, pero con su voz siempre por encima. Irradiaba felicidad como si fuera delegado general de este raro producto; se multiplicaba para atender a todo el mundo, pero a su manera, sin prisas ni pedidos extraños; el abecé de las tapas de las que se sirven presto, sus caracoles artesanos en su tiempo, cerveza, manzanilla y vino de naranja para los raros. Y avellanas que soltaba sobre el mostrador como quien echa comida a las gallinas.
Valverde y yo, algunos Lunes Santo, le escribíamos a vuela pluma un par de saetas que cantaba en la misma esquina de su plaza, Padre Jerónimo de Córdoba, a los pasos de la hermandad del Rocío. No había problema, porque la gente no suele reparar en lo que cuenta el saetero, sólo en sus quejíos. Jugábamos a esto, le pergeñábamos cosillas que cantaba sobre la marcha y luego guardaba el papelito. Triana estaba siempre en medio de nuestras conversaciones, de nuestras bromas y de nuestro pique... “¡Estos trianeros...!”.
Un día me avisó de que había sido abuelo, y en su tono me dice que a ver si se me ocurre algo para su nietecita, como si yo fuera Pareja Obregón... “¿Cómo se llama, Pepe?”, le pregunté. “Macarena, se llama Macarena...”. “¿Macarena? Hombre, Pepe, ¿y a mi me vas a pedir eso...?, le respondí mientras tronaba su risa. Teníamos tiempo, y antes de irme le dejé uno de esos papelitos que, tras leerlos, no sé si luego recuperaba de entre las botellas donde los dejaba, alargando el brazo, sin mirar siquiera para atrás.
Con él recorrí su plaza para un programa “de las calles”, y gracias a él grabamos el que dicen ha sido el mejor programa de Navidad de una cadena local; hasta metimos el piano de Pedro Ricardo Miño en su taberna... Y ahora, cuando preparaba su enésima obra benéfica: un disco que iba a donar a la hermandad del Valle de Manzanilla; cuando ya manejaba las letras escritas por sus amigos a los que un día del último noviembre invitó a una comida en su pueblo, se nos va...
Nunca teníamos prisa a su lado. Una de aquellas tardes inolvidables, jugando con el bolígrafo y una servilleta, me dio -mirándolo y escuchándolo- por hacerle un “retrato” entreteniendo el tiempo mientras él atendía al personal. Lo leyó después con su rotundo vozarrón... “Por cuerpo tiene una torre/ y de campana la voz,/ no tiene en el mundo doble,/ porque Dios rompió el molde/ cuando le dio el corazón”. Esta vez guardó el papel en un bolsillo.
Gracias, Pepe, por tantas horas de felicidad, de esa felicidad plena de las tabernas cuando se está a gusto, y échate un cante con Valverde. Yo brindo por vosotros con una copita de ese vino que decías que era para “mariquita”.